Nunca un testamento dio tanto que hablar. Sería interesante pensar qué puede pasar por la cabeza de una persona al leer un erróneo obituario titulado “el mercader de la muerte ha muerto”. Esta desconcertante señal cambió el destino de la humanidad por segunda vez en lo que a un pobre mortal compete. Se habla de Alfred Nobel, químico e inventor de armas sueco. Cabe destacar en su logrado palmarés dos hitos esenciales: la invención de la dinamita entre más de 350 inventos y el histórico Premio Nobel en su honor.

De este modo, se firmó el 27 de noviembre de 1895 una petición bastante singular, fruto de una repentina filantropía. El inventor deseaba que su fortuna se emplease en crear una serie de premios para aquellos que llevasen a cabo «el mayor beneficio a la humanidad» en los campos de la física, la química, la fisiología o medicina, la paz y la literatura. Nobel se refiere a este último arte en su testamento especificando que se destinara “una parte a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la Literatura”.

Dicho y hecho. Sería el francés Sully Prudhomme el primer idealista en conseguir dicho galardón tras una sonada polémica de por medio. León Tolstoi era la opción más esperada. Nobles combatientes íntimos, que diría Prudhomme, se han sucedido a lo largo de los años, edición tras edición.
Escritores como Marcel Proust, Joyce o Nabokov fueron desdeñados por la Academia Sueca. Esta animadversión por los chicos malos de las letras le ha costado al certamen lisérgicas críticas a manos de fiscales como Emmanuel Carballo o David Remnick, director de la publicación The New Yorker. Sería interesante mencionar el nombre de Kjell Espmark junto a su obra “El Premio Nobel de Literatura: cien años con la misión”.
La hipocresía de los Premio Nobel
Respecto a lo que a autores en lengua española compete, merece la pena mencionar algunos reconocimientos interesantes en el transcurso de esta literata epopeya. Nombres como José Echegaray, Jacinto Benavente o el internacionalmente reconocido Juan Ramón Jiménez consiguieron el visto bueno del consensuado cónclave. Sus contemporáneos García Márquez o Camilo José Cela se vieron agraciados también con la medalla de oro de los años 1982 y 1989, respectivamente.

Suman un total de 112 eminencias, entre la que debe destacarse a Svetlana Alexiévich, ganadora de este año. Es toda una aventura el perderse por la vasta lista de campeones y ahondar entre sus nombres e historias.
Es toda una ironía de la historia que a una pequeña academia literaria provinciana le haya tocado en suerte dirimir, durante ya más de un siglo, el premio literario internacional más influyente. Una institución detestada por haberse opuestos a los grandes modernizadores escandinavos. Bajo ese idealismo quiso malinterpretarse, al menos en las primeras décadas del siglo XX, al materialismo filosófico o al sensualismo, entre otras corrientes coetáneas. Que un anarquista enemigo del zar como Tolstoi hubiese ganado el primer premio Nobel no hubiera sentado bien. Sólo queda contemplar año tras año a los galardonados. Y si no agrada la decisión, queda ponerse en lo peor: podría haberlo ganado Bob Dylan.