«Próximo destino: Estambul» de Aida Vega

A veces lo que sueño creo que es verdad, y lo que me pasa me parece que lo he soñado antes… Además, lo que ha pasado no está escrito en ninguna parte y al fin se olvida. En cambio, lo que está escrito es como si hubiera pasado siempre

E. FORTÚN

 

En una avenida ancha y soleada de la gran ciudad se alzan numerosos edificios todos iguales, cuadrados y sólidos, con las paredes de cristal. Todos ellos tienen amplias puertas y espaciosos ascensores que cada mañana y cada tarde tragan y devuelven hombres y mujeres. Son oficinas. En una de ellas, en el séptimo piso, despacho de la derecha, sección administrativa, trabajaba Félix.

            Era un hombrecillo moreno y atildado. Tenía los hombros estrechos, el cuerpo enjuto, las manos pequeñas  y nudosas. Peinaba, siempre impecable, el cabello negro, lustroso y corto con raya al lado y bien pegado al cráneo alargado. En la carita menuda se movían inquietos los ojos oscuros. Era el suyo, con la nariz fina y algo larga y las orejas un poco despegadas, un simpático rostro de ratón. Sí, parecía un ratoncillo con corbata.

            Era meticuloso, ordenado y preciso. Resultaba simpático a todos porque saludaba sonriente y cordial y hacía su trabajo sin molestar a nadie. Cuando llegaba la hora de la salida, cogía su abrigo bien cepillado y, silencioso y gentil, se dirigía a la parada del metro, mirando todo con sus grandes ojos redondos y líquidos, móviles y alegres, y caminando veloz por las calles abarrotadas.

            Vivía en las afueras, en un apartamento acogedor y luminoso con una gran terraza. Era una casa cómoda, bien amueblada y limpia, con un salón redondo con grandes butacas claras,  una habitación sencilla y austera con muebles de madera oscura, la cocina roja y verde llena de cucharones y juegos de cuchillos y el baño, que tenía paredes de color agua marina. La terraza se la dividían varias plantas, una mesa y tres sillas de mimbre y un gato mofletudo y pachorro que ronroneaba al sol, entornando voluptuoso los alargados ojos amarillos.

            Todas las paredes de la casa, del pasillo a la cocina, estaban cubiertas por estanterías. Y en ellas, reposaban docenas de libros. No eran volúmenes elegidos al azar. Eran guías de viaje, mapas de carreteras, atlas, consejos de trotamundos famosos, recomendaciones de restaurantes y hoteles, catálogos de museos, billetes de autobuses, barcos y aviones. Porque Félix era, antes que un escrupuloso oficinista y antes aún que un hombrecillo parecido a un ratón, un viajero infatigable.

            Aquel mes de febrero estaba preparando otra de sus aventuras. Y lo hacía siguiendo la puntual rutina de siempre. Había elegido el destino, Estambul, y la fecha de partida, el próximo viernes. Tenía dos tardes libres para preparar todo.

            El miércoles, apenas llegó del trabajo, se quitó el abrigo y el traje, dio de comer al gato que jugueteaba lánguido con un grueso moscardón y, con ropa cómoda y sus zapatillas de fieltro, se sentó ante la mesa del salón, cubierta de libros.

            Abrió su diario de viaje por una página nueva y escribió en mayúsculas: “próximo destino: Estambul”. Después, comenzó a buscar datos. Preciso como era y no conociendo más idioma que el suyo, a Félix le gustaba viajar bien informado. De aquella manera, aunque la estancia fuera breve, lograba sentirse bien acogido y menos extraño. Así, buscó y escribió con ánimo aplicado de colegial antes de un examen.

ESTAMBUL: altitud: cuarenta metros sobre el nivel del mar; extensión: 1.538,77 kilómetros cuadrados: población: 140. 573. 836 habitantes; año de fundación: 667 a. C. ; idioma: turco.

Lugares de interés turístico: Iglesia de la Divina Sabiduría, Palacio de Topkapi, Mezquita de Arap.

Qué comer: Restaurantes de pescado de la zona de Babek, pilav ustu, kiymali con yumurtali.

            Subrayó con bolígrafo rojo la iglesia de la Divina Sabiduría. Continuó escribiendo un buen rato, planificando horarios, visitas, compras y recorridos hasta que se hizo de noche. Entonces, un poco entumecido, se levantó de la silla y se fue a la cama.

            El jueves amaneció nublado. Félix se levantó una hora antes de lo habitual, la cercanía del viaje lo volvía nervioso. Canturreando, se lavó, se vistió, desayunó y se dirigió al trabajo. En el metro, movía los pies al ritmo de la darbuka que sólo él oía. Los ojos oscuros de la mujer que se sentaba a su lado le parecieron perfilados con kohl. Cuando salió a la calle, sobre el humo de los coches y el olor pegajoso y múltiple de la gente, sintió el perfume de jazmines y kebabs.

            Entró en su despacho confuso y feliz. Trabajó un poco menos que los otros días y se permitió adelantar la hora de salida un cuarto de hora, pues tenía muchas cosas por hacer. Necesitaba gel, champú y pasta de dientes en envases de viaje. Fue al supermercado y los compró. Luego, cogió el metro y se dirigió a su casa. Una vez que hubo llegado, se dispuso a hacer la maleta. Saltaba inquieto de un lado a otro, con el alma agitada por esa felicidad nerviosa que nos invade antes de la partida. Abría y cerraba cajones, encendía y apagaba las luces cantando a voz en cuello, como un pájaro que construye el nido. El ratón se había transformado en golondrina.

            En la maleta granate que usaba para todos sus viajes metió, bien doblados, dos pares de pantalones, tres camisas, una chaqueta y dos jerséis de lana. Sabía que la temperatura media de Estambul en el mes de febrero es de ocho grados. Guardó también un impermeable y un paraguas para los chaparrones imprevistos y una pomada que aliviaba las picaduras de los insectos, pues la confluencia de los dos mares en el Bósforo atrae moscas, mosquitos e incluso tábanos. Cuando terminó de hacer la maleta eran ya las ocho. Agitado y febril, leyó de nuevo los datos que había escrito en su cuaderno de viaje y se preparó la cena. Se acostó temprano, demasiado emocionado para poder dormir. Se revolvió en la cama y, al fin, consiguió cerrar los ojos y serenar su mente. Entonces, todavía despierto, comenzó a soñar.

            Había llegado ya a Estambul. El hotel que había elegido consultando su guía era, en realidad, una pequeña pensión dirigida por un grueso turco afable y obsequioso y su mujer, una morena huraña y fea. Su habitación estaba en el segundo piso, al que se llegaba subiendo una empinada escalera de caracol. Tenía una cama estrecha y dura, un pequeño armario con un espejo de cuerpo entero en la puerta y una silla rígida donde colgó la chaqueta. Una puertecilla de goznes chirriantes conducía al baño, escasamente iluminado. No era el palacio de Sherezade, pero estaba limpio y Félix se conformó con aquello. Colocó sus cosas como pudo, se cambió los zapatos por otros más cómodos y salió a la calle.

            La pensión se encontraba en la parte más alta de una callejuela, en uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Félix caminó unos pasos. El trazado urbano era caótico. Estrechísimos pasajes se entrelazaban, giraban sobre sí mismos y confluían unos con otros. Las casas eran bajas y los aleros se asomaban con ímpetu a la calle, de modo que en algunos puntos bastaba extender el brazo en cualquier dirección para tocar una pared o una teja. Las puertas de las viviendas eran pequeñas y todas estaban abiertas, tapadas algunas por telas multicolores, otras dejaban ver sin pudor los interiores profusamente decorados. El aire era cálido y denso, lleno de gritos de hombres y niños y del olor de las comidas que mujeres de rostros inmóviles y enormes ojos preparaban a la vista de todos. Félix caminaba mirando todo con curiosidad, apartándose al paso veloz de los ancianos vestidos con túnicas deshilachadas y de los vendedores que iban hacia el zoco con carretillas colmas de verduras, flores y especias.

            Llevaba una media hora paseando cuando se dio cuenta de que se había perdido. Intentó orientarse. Rodeó el parquecillo donde un grupo de ancianas se sentaba bajo los magnolios escupiendo cáscaras de pipas. Pasó delante de un bar. El propietario, apoyado en la puerta, lo siguió con una mirada curiosa. Atravesó el callejón sin salida impregnándose del olor a pescado frito que salía de una cocina abierta a la calle. Cruzó un recoveco oscuro donde unos chiquillos morenos y sucios jugaban con un balón remendado con torpeza. Llegó a una pasaje bajo un puente, húmedo y silencioso, y se sobresaltó angustiado al ver gruesas arañas que escapaban de la madriguera. Dobló la esquina que, según sus cálculos, debía estar enfrente de la pensión y se encontró en el parque de los magnolios. Las ancianas no se habían movido. Félix las observó con detalle. Parecían estatuas de cera amarillenta. Se deprendía de ellas una velada amenaza, una sensación oscura y desagradable. De golpe,  con un movimiento seco, una de ellas giró la cabeza y lo miró. Tenía los ojos grandes y hundidos en la carne fofa y caída. Y no tenía pupilas. No había nada de humano en aquellos ojos. Eran dos ranuras sombreadas de pesado maquillaje y ralas pestañas. Eran completamente negros, todo el globo ocular estaba inundado de una tinta espesa y oscurísima. No se veía un solo resquicio blanco.

            Félix ahogó un grito de espanto, se dio la vuelta y comenzó a alejarse veloz, casi corriendo, de las ancianas. Entró en un pasadizo cubierto con la respiración entrecortada. Al final, se veía una luz intensa. Caminó rápido hacia la claridad, acelerando aún más cuando comenzó a oír el eco de unos pasos tras él. El pasadizo no era demasiado largo. En pocos minutos, se encontró en una amplia plaza. El pasaje parecía terminar allí, en un redondel tan grande que no se conseguía divisar todos sus lados. Estaba inundado por una luz cegadora. Félix miró a su alrededor, pero no pudo ver farolas ni lámparas. La luz parecía nacer del aire, surgía de todos los puntos con la misma intensidad, sin crear sombras ni reflejos. Las paredes de la plaza estaban cubiertas por azulejos dorados llenos de inscripciones de letras árabes y dibujos geométricos. En el centro, se alzaba un enorme árbol. Su tronco era tan ancho que ni siquiera cinco hombres cogidos de la mano podrían rodearlo. La copa se alzaba hacia alturas inalcanzables, frondosa como un bosque, oscura y perfumada.

Félix advirtió entonces que el pavimento de la plaza era irregular, subía y bajaba caprichosamente. Eran las raíces del gigante que se extendían, potentes y retorcidas, por kilómetros.

Caminando casi hipnotizado alrededor del árbol, Félix notó una grieta en el suelo. No era más que una fina línea oscura, pero crecía a gran velocidad. En un instante, el pavimento se resquebrajó, se formó un cráter, al principio no más grande que un puño, después, lo bastante amplio como para servir de puerta a un hombre. Allí donde el suelo se había roto, Félix pudo ver una suave pendiente subterránea. Era de tierra compacta y lisa, así que pensó que sería fácil caminar por ella. Dudó unos segundos y, al fin decidido, comenzó el descenso.

            Según iba bajando, el aire se volvía más ligero y agradable y la claridad aumentaba. Parecía que tanto la luz como el perfume que invadían la plaza no procedían del árbol, sino de algún lugar enterrado bajo él. Caminó largo rato, había perdido ya la noción del tiempo cuando, al improviso, el sendero giró bruscamente y Félix se encontró delante de una casa. Era un curioso edificio de dos pisos. Las paredes eran de bambú verde y flexible, el tejado lo formaban varias ramas de castaño entrelazadas. Puerta y ventanas se abrían como bocas, rodeadas de enredaderas floridas. Desde el tejado caían hojas y frutos como una fina lluvia inagotable y de las paredes chorreaba una ligera linfa, una resina pegajosa y de olor intenso. La casa parecía un enorme vegetal vivo y floreciente. Toda ella desprendía un olor de bosque húmedo y sombrío. La puerta estaba abierta. Félix entró cauteloso y lento. En el interior, grandes espacios vacíos alternaban con pasillos angostos y oscuros. En las paredes de las amplias salas, se veían los nervios de las hojas del bambú. El suelo estaba cubierto por un césped corto y bien cuidado. En las esquinas, se amontonaban hojas otoñales, doradas y crujientes. Félix contemplaba todo maravillado cuando lo sorprendió una voz.

-Bienvenido a mi casa.

            Se giró asustado y se encontró frente a una mujer. Era alta y sólida como el tronco de un roble, vestía ropas transparentes, delicadas como los pétalos de las flores primerizas. Félix pudo ver su cintura, estrecha y larga como un tallo. La larga melena ondulada, del mismo color que las hojas que se amontonaban en el suelo, le caía sobre los hombros y hacia el rostro blanco. Lo miraba con unos ojos húmedos, verdes y brillantes. Era terrible y hermosísima.

-Has entrado en mi casa.

Félix quiso balbucir una excusa, pero ella lo interrumpió.

-No importa. Amo los forasteros. Siéntate, bailaré para ti.

            Obedeciendo a un gesto, Félix se acomodó en uno de los montones de hojas. Lo encontró mullido y confortable. Algunos tallos secos crujieron bajo su peso e inundaron la habitación con el recuerdo de largos paseos otoñales. Ante el estupor de Félix, la mujer comenzó a bailar.

            Se movía como los juncos cuando el viento los agita y dejaba ver a través de sus ropas una piel ambarina y delicada, cubierta de la pelusa de los melocotones tempranos. Al principio, Félix no oyó ninguna música, después, poco a poco, su oído se fue afinando y empezó a percibir el silbido del viento entre los bambúes, el rozar de una hoja contra otra, la caída continua del rocío sobre la pulpa brillante de las castañas. A ese ritmo se movía la mujer-planta, sólida y flexible, jugosa y perfumada.

            Félix la miraba bailar con el corazón estremecido. Deseó quedarse allí para siempre, en aquella cueva de ramas, bajo las raíces protectoras del gran árbol. No supo cuándo, la música cambió. Al ligero viento lo sustituyó un vendaval y una lluvia torrencial enmudeció el goteo del rocío. La mujer empezó a crecer. Su estatura superó la de cualquier árbol. Y a medida que crecía, se volvía más y más amenazadora. La melena era ya un nido de culebras y los bellos ojos verdes celaban pantanos y aguas movedizas. Comenzó a cantar con una voz aterradora, que resonaba como un trueno al borde de un precipicio. Félix gritó asustado, pero no pudo oír su voz, ensordecido por la tempestad y por el canto de la mujer-montaña.

            Enloquecido de miedo, se alzó de un salto y echó a correr fuera de la casa. Tomó el sendero que lo había llevado hasta allí y, lo más rápido que pudo, lo recorrió en sentido opuesto. También el camino había cambiado. El amable descenso se había convertido en una cuesta abrupta y pedregosa y la tierra compacta que tan agradable era sentir bajo los pies, se había vuelto un fango oscuro donde Félix se hundía y chapoteaba. Al fin, con gran esfuerzo, consiguió llegar hasta la superficie, a la grieta que el árbol gigantesco había abierto en la gran plaza. Salió fuera, al recinto iluminado y, con el último aliento, atravesó el pasadizo estrecho y oscuro y salió a la calle.

            Todavía no era de noche, así que supuso que no había pasado mucho tiempo desde que había salido de la pensión. Sintiendo aún el corazón desbocado, caminó unos metros sin meta y se encontró en el zoco. A su alrededor, pululaban puestos donde se vendía todo lo imaginable, ropas, cuadros, frutas, carne, títulos, libros, imágenes, religiones, especias, flores, novias, viajes, recuerdos, muebles, conversaciones. La unión de cientos de voces diversas producía, al fin, una gran voz única, incomprensible e incansable, que se alzaba en zumbidos hacia los muros de los edificios más altos. El color predominante era el blanco, blancas eran las túnicas de muchos hombres, blancas algunas largas barbas respetables, blancas las paredes encaladas y blancos los toldos de numerosos puestos. Pero brotes de color interrumpían aquella blancura, el rojo de los tomates y del pimentón, el verde de las hierbas aromáticas y de los tapices, el azul oscuro de tejidos y almohadones, el amarillo de los pimientos y del azafrán. Todos y cada uno de aquellos seres, de aquellas frutas, de aquellas telas, azotaba al aire cálido su color, su grito y su olor. Félix se sintió mareado. Eran demasiadas emociones para un pobre hombrecillo parecido a un ratón. Se apoyó en una pared y parpadeó varias veces.

            Se frotó los ojos tras el parpadeo, se estiró y se levantó de la cama. Miró la hora, eran ya las tres y él continuaba despierto. Aquel viaje había sido muy largo.

            Se dirigió al salón. Encendió la lámpara molestando al gato que maulló ofendido, y se sentó con su cuaderno de viajes en la mano.  Lo abrió por la página correspondiente y anotó con cuidado:

Estambul es una ciudad fascinante y maravillosa, pero algo caótica y bastante peligrosa. No he podido ver la iglesia de la Divina Sabiduría. La pensión era modesta pero cómoda. Las mujeres son las más bellas y terribles que jamás he encontrado. No he probado la cocina local.

            Pasó la página. Alisó con delicadeza la nueva hoja en blanco y escribió en mayúsculas: “próximo destino: San Petersburgo”. Consultó el calendario. Tenía una semana para preparar el viaje. Sonrió feliz y se dirigió, somnoliento, a la cama, canturreando al son de una invisible balalaika.