Francisco Nieva o el olor del teatro

Con Francisco Nieva muere un teatro de humanística tan salvaje como profunda, que tanto necesitamos en estos tiempos de pensamiento light, cultura desculturizada y vanguardia de pose, ahora venida a llamarse de postureo. Con su muerte se detiene a los noventa y un años el trabajo de un creador que sabía retorcer y destilar la realidad como pocos, pero no para dejarla en su mínima expresión (ese absurdo minimalista que aborrezco), sino para presentarla repleta de vida y rebozada en el fango de los sentimientos humanos. Nieva dominó el lenguaje para romperlo, como quien lucha para conseguir un premio y después se pasa media vida renegando de él. 

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Por mucho que se haya oído estos días, no es un halago gratuito afirmar que Francisco Nieva poseía en su mente el famoso espejo deformante de Valle, con quien tantas veces se le ha comparado con justicia. Utilizó con acierto y genio el espejo de nuestra fealdad en su Teatro Furioso, y en el de Farsa y Calamidad. Son obras clásicas de un tiempo en el que no se sabe muy bien qué es eso. Su teatro plantea los mismos problemas que el de Valle en cuanto a dificultades de representabilidad, algo que solamente es un problema si el autor no es suficientemente bueno. Alcanzó la cima (al menos para el que esto escribe) con Salvator Rosa, que supo montar muy bien hace unos años Guillermo Heras a bordo del CDN.

Con las humanidades a un cuarto de gas en nuestro sistema educativo (hemos ido pasito a pasito hasta que por fin ya está instalada en la mente de todos la idea de que las Humanidades son para los pobres que no tienen inteligencia suficiente para las Ciencias), el dramaturgo manchego constituía uno de los últimos ejemplos de las maravillas post/ultramodernas que se pueden hacer con una erudición clásica. Su obra era una demostración viva de que el conocimiento de la Literatura, la Filosofía y el Arte antiguos, empleados de manera expresiva e inteligente, puede llevarte a caminos más significativos y contemporáneos que el camino habitual de moderneces con el que se despachan muchos autores de última ola.

Llamarle humanista por el mero hecho de que pudiera trabajar con igual destreza escritura, dibujo y escenografía no es decir mucho. Por ello vale más concretar que Francisco Nieva era la versión más viva y válida del humanismo contemporáneo, que es ese humanismo transgresor y gamberro que te muestra a un tiempo de dónde vienes y hacia dónde vas. Este Renacimiento sucio que sacaba Nieva en procesión en cada pieza debería encontrar continuador cuanto antes, porque es un camino de expresión apasionante en el teatro. Ahora que está tan de moda hablar de El Bosco, no es una tontería sugerir que obras como La carroza de plomo candente, Tórtolas, crepúsculo y telón o Coronada y el toro te sumergen en ese ambiente de pintura de lo grotesco que parece un mural vivo de nuestra locura.

Tórtolas, crepúsculo y… telón, de Francisco Nieva. (Teatro Valle-Inclán, 2010). || Fuente:: David Ruano. Archivo CDT.
Tórtolas, crepúsculo y… telón, de Francisco Nieva. (Teatro Valle-Inclán, 2010). || Fuente: David Ruano. Archivo CDT.

Tuve la inmensa suerte de ganar este verano un premio de teatro que lleva su nombre, y desde ese momento siento que el mejor regalo ofrecido por el certamen era sentirme acompañado para siempre por las palabras mágicas del nombre del dramaturgo. Esto que ahora leen es parte de mi agradecimiento a tanto honor.

Me preguntaba un amigo hace unos días por qué no se representaba más a Buero Vallejo, y más en un año tan señalado como el que atravesamos. Le contesté, medio en broma medio en serio, que la razón era que el teatro de Buero olía a pobre, y de eso el español no quiere saber nada. El teatro de Nieva huele a nosotros mismos, es el olor de la humanidad. Es el hedor de un mundo que se desploma por el peso de su ignorancia y la sinrazón de sus decisiones. Esperemos que en el futuro este olor no repugne a los nuestros, porque sueño con que no le ocurra nunca lo que a Buero Vallejo: que le respetemos tanto que no se nos ocurra representarle.